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miércoles, 22 de julio de 2015

Paulina Jaricot, rompiendo fronteras.

Publicado por OMP

Un día como hoy 22 de julio del año 1799 nacía Pauline Jaricot fundadora de la Obra Pontificia de la Propagación de la Fe.


Paulina Jaricot, fue una laica que en 1822 fundó la Obra Pontificia de la Fe promotora del Domund


Con motivo de este aniversario publicamos este artículo de Alfonso Blas que presenta la Obra Pontificia de la Progagación de la Fe, una iniciativa genial que brotó del espíritu inquieto y misionero de Pauline Jaricot en 1822 y que el Papa Pío XI declaró como pontificia. 


La Obra Pontificia de  la Propagación de la Fe rompe fronteras. Lo hizo en sus orígenes y continúa derribándolas en nuestro tiempo, con el propósito de que la Buena Nueva que contribuye a difundir se propague por todos los rincones  de la Tierra.
La primera barrera que romper es la del individualismo. Frente al egoísmo y la tendencia a barrer hacia casa que tanto se lleva en nuestros días, la Obra de la Propagación de la Fe ha promulgado siempre, sin descanso, una dimensión universal del compromiso misionero, que lleva aparejada una fraternidad entre los seres humanos, por encima de las diferencias nacionales, étnicas, culturales, diocesanas o congregacionales. Adiós a mirarse el ombligo, a pensar sólo  en uno mismo. 

Dimensión universal
De hecho, la “globalización de la solidaridad”, de la que tanto se habla en nuestros días, la inventóhace muchos años, allá por el 3 de mayo de 1822, en una Francia salpicada de periodos revolucionarios, una laica que, renunciando a todas las comodidades que conllevaba el pertenecer a una familia bien, tuvo la genial intuición de fundar esta Obra. Su nombre: Paulina María Jaricot (1799-1862). Conocedora de las inmensas necesidades de las misiones del Asia oriental por su hermano Fileas, seminarista en París, Paulina arde en deseos de hacer algo. Así las cosas, una tarde de invierno que sus padres estaban jugando a las cartas, toma un naipe de la mesa y, con peculiar genio creador, comienza a escribir las líneas generales de una asociación a favor de las misiones: grupos de diez personas, cada una de las cuales se comprometerá a formar un nuevo grupo de diez, organizando las decurias en centurias y estas últimas en grupos de mil; cuota semanal de cinco céntimos y un jefe de grupo cada diez miembros. Su plan tuvo un éxito más allá de cualquier previsión. Necesitaba, sin embargo, desarrollar algo fundamental. Le faltaba una apertura y finalidad universal, que, aunque implícita –para Paulina la misión no tenía ni límites sociales ni geográficos–, no se había hecho todavía realidad. Lo que había sido concebido para ayudar a las misiones de Asia oriental debía ampliar sus horizontes hacia una cooperación misional abierta a todo el mundo y a los misioneros de todos los países. Con este fin, un grupo de sacerdotes y seglares se reunieron en Lyon. “Somos católicos; en consecuencia, no debemos sostener esta o aquella misión particular, sino todas las misiones del mundo”, defendía con vehemencia Benito Coste, presidente de aquella asamblea que adoptó la iniciativa de Paulina para dar lugar a la Obra de la Propagación de la Fe.
Ya no serán los Gobiernos, los dirigentes, las personas acaudaladas, las conferencias episcopales de cada país... quienes sostengan las misiones y decidan a qué misioneros socorrer. Ahora será la comunidad católica en general, las gentes buenas que tienen fe en el Dios de justicia, libertad, fraternidad y amor para el mundo, los que ayuden espiritual y materialmente al apostolado misionero. Todo el pueblo fiel colaborará en la difusión del Evangelio. Y, por esa razón, para evitar ser particularistas y no caer en favoritismos, en nuestros días es una Asamblea General de los directores nacionales de Obras Misionales Pontificias de los diferentes países la que determina qué proyectos atender y de dónde procederán los fondos para sostenerlos.

Urgencia de toda la Iglesia
No es el único obstáculo que se va a a derribar. La Obra de la Propagación de la Fe rompe también con la barrera entre la vieja cristiandad y las jóvenes Iglesias. Aunque por sus más abundantes recursos resulte lógico que las Iglesias de más antigua fundación respondan con mayores aportaciones económicas a la causa misionera, no son las únicas encargadas de su sostenimiento. La misión ad gentes es la primera urgencia que debe atender toda Iglesia, por muy joven que sea, porque en el abandono de todo y en la entrega y  servicio al otro radica la mayor prueba de que una comunidad de fieles ha alcanzado su madurez en la asunción del Evangelio.
Para la Obra de la Propagación de la Fe no vale la excusa que muchas Iglesias de vieja fundación ponen cuando afirman que “las misiones las tenemos aquí. ¿Para qué trabajar por las misiones lejanas?”. Ni tampoco sirve la más comprensible dificultad que suelen esgrimir las Iglesias de reciente creación cuando se lamentan: “¡Qué vamos a dar desde nuestra pobreza y pequeñez!”. No hay mayor prueba de haber integrado el mensaje de Jesús, de haber alcanzado la madurez como Iglesia, que el enfrascarse en la faena misionera, máxime cuando esta se realiza desde la pobreza.  

Preferencia por los pobres
Y, en esta línea, también se quiebra la frontera entre ricos y pobres, ya que no hay mayor riqueza evangélica que la que aportan estos últimos, porque en ellos, en los últimos de los últimos, se dibuja el rostro de Cristo, el lugar donde encontrarnos con Él. Los pobres nos evangelizan. La Obra de la Propagación de la Fe hereda de este modo el carácter de su fundadora. Una Paulina María Jaricot que, habiendo nacido en una familia de ricos negociantes de seda, decide abandonar una vida despreocupada, feliz, frívola y sin problemas, para volcarse en los más necesitados de su tiempo. Primero, dándoles limosna. Pero, después, poniéndose a su servicio. Invita, con su actitud, a prestar una atención renovada a los pobres, en busca de una justicia fundamentada en los valores cristianos, y a mostrar un amor profundo y constante hacia ellos. Busca ante Dios el modo de poner remedio al desánimo y a la inmoralidad. Quiere devolver al pobre su dignidad y acabar con las injusticias que le han llevado a esa situación. “En una palabra –dice ella–, yo querría que se devolviera el esposo a la esposa, el padre al hijo   y Dios al hombre, ya que Él es la felicidad y el fin”.

La necesidad misionera
De ahí surge una prometedora responsabilidad misionera, que da sentido a una Obra como la de laPropagación de la Fe: el convencimiento de que el mundo tiene necesidad de Dios; de que muchos de los males que aquejan a la humanidad, se deben al hecho de rechazarlo y desconocerlo. Tanto Paulina como su Obra están convencidos de la necesidad urgente y beneficiosa que para el mundo supone una evangelización que proponga y ofrezca gratuitamente la acogida de los valores del Evangelio. Y en esa titánica tarea se enfrascan, contribuyendo al servicio ejemplar, entregado y absoluto de los misioneros y misioneras.
Adiós a las fronteras del exclusivismo, a las que delimitan las posesiones. Son actitudes que no van con el devenir misionero. La Obra de la Propagación de la Fe se caracteriza por el desapego respecto a los bienes materiales. Al igual que hizo Paulina, todo lo   que recauda lo pone en manos de la evangelización. No le puede importar, como decía su fundadora seis años antes de una muerte en la más absoluta de las miserias, “que me quiten los bienes terrestres, la reputación, el honor, la salud, la vida; que me hagáis descender por la humillación hasta el pozo y el abismo más profundo. Qué me importa que encuentre en ese pozo no el agua, sino el barro, y que sea sumergida en él hasta por encima de la cabeza, si en ese abismo puedo encontrar el fuego escondido de vuestro amor celeste...”. Es esa entrega absoluta, gratuita y ejemplar –pero a veces humillante– la que, en un paralelismo revelador, encontramos en Paulina, en su Obra y en los misioneros y misioneras: “Deseo quedar libre de poder ir a donde las necesidades son mayores”.

Colectividad frente a individualismo
Un desprendimiento absoluto, animado por la entrega hasta la muerte de Jesús, es el que sostiene  la misión evangelizadora de la Iglesia y el que hizo  que una obra como la de la Propagación de la Fe no desapareciera, enfrascada en personalismos estériles. Esta Obra no es fruto de individualismos. Al contrario, borra las fronteras personales para formar redes de colectividad. Afortunadamente, en el ardor de  su apostolado, Paulina decidió no actuar sola. Y así logró evitar que muchas de sus iniciativas quedaran en nada. La misión es un asunto de todos los bautizados, porque cada uno puede ser, de acuerdo con sus modestas posibilidades, la “cerilla que enciende el fuego”, como ella misma se autodescribió.
Su inteligencia práctica la llevó, de hecho, a no personalizar su obra en ella misma, e implicó, siempre que estuvo en su mano, a todo el que pudo, construyendo grandes ramificaciones de solidaridad. Y fue precisamente entre los más necesitados de su época, los obreros de las fábricas, entre quienes quiso compartir su experiencia religiosa y entre los que organizó colectas, rompiendo todo tipo de barreras sociales y de clase para ayudar a las misiones más lejanas. Pobres que ayudan a pobres, gentes de culturas y naciones diferentes en comunión con la idea de que hay que formar cadenas de solidaridad y oración por difundir la Buena Nueva de Dios, para que el mundo pueda ser mejor.  

Acción y oración
Sí, cadenas de oración, porque el dinero, la limosna, no basta. La Obra de la Propagación de la Fe acaba con la división entre acción y oración. Adiós a un activismo sin espiritualidad. El diálogo con Dios mueve las conciencias y los corazones, y los anima a poner manos a la obra. La oración es la revolución silenciosa donde se encuentran las fuerzas renovadas para superar las fatigas, las incomprensiones, las persecuciones y continuar con la tarea misionera. Y al igual que la solidaridad económica no hay que entenderla únicamente en un sentido, lo mismo se puede decir del apoyo oracional. La interdependencia espiritual recuerda al católico que también tiene necesidad de la oración  de su hermano lejano.
La Obra de la Propagación de la Fe borra las fronteras humanas que llevan al hombre a la división y el enfrentamiento. Es el mejor antídoto contra la guerra, el racismo, la explotación, el abuso o la persecución... No hay diferencia entre los seres humanos, porque, en deberes y en derechos, todos son iguales ante Dios. Es más, en la espiritualidad de los orígenes de la Obra anida la idea de que el católico no puede esperar salvar su alma si no participa en la salvación de las demás.
Hoy la Obra de la Propagación de la Fe sigue eliminando fronteras, con el propósito de responder a las necesidades de una misión universal que se empeña en regalar la Buena Nueva del Evangelio a los pueblos más necesitados, para ponerla a su servicio y contribuir con su luz a la construcción de un mundo más justo y humano, plenamente acorde con los designios de Dios. 

La que en 1922 fuera designada por el papa Pío XI como Obra “Pontificia” vive entre nosotros al ritmo del “¡ay de mí si no predicara el Evangelio!” que proclamó San Pablo. Su futuro es tan esperanzador como urgente y titánica es la tarea que a la Iglesia católica le corresponde realizar en el terreno de la misión universal ad gentes. Con humildad y discreción misionera, la Obra Pontificia de la Propagación de la Fe sigue tejiendo una red de solidaridad fraternal al servicio de la evangelización.